Odio los disturbios que provocan los autos pasando rápidamente por la carretera de mi casa. También aborrezco los días de la semana que me hacen sentir como si fuera otro, un domingo o un sábado. Y para el colmo, detesto las labores diarias de la vida que me obligan a no sentirle color ni sabor. Quería una vida tranquila no una desesperación profunda, intranquilidad y estrés dentro de casa.
Muchas veces intenté no ser parte de este teatro de circo. Una familia, un hijo, una hija, un esposo, quien me enseña que el remordimiento y las pesadillas no son pasajeras, sino que vienen en dosis diarias de humillación, golpes y sufrimientos. Una vez buscaba cómo dormir a la par de él, en el mismo cuarto, y solo conseguí que a media noche me abriera las piernas de un jalón para decirme “prestámelo”.
Ya ni sé cómo es que se hace el amor. Su cuerpo no le permite compenetrarse con el mío, es tan pesado que no acomoda bien su pene para hacérmelo despacio, con cautela y precaución. De un zumbón quiere todo y no se preocupa por si casi llego al orgasmo o si estoy totalmente seca. Al fin y al cabo ni ganas de tener relaciones sexuales me da.
Me ama dice. Pues yo ya no lo quiero ver más ni un segundo en mi casa. Quiero que se vaya a la verga de una vez por todas. Quiero que empaque el poquito de ropa y calzoncillos que tiene para no volverlos a ver en el ropero; quiero no volverme a preocupar por una camisa que aún está sucia y no me dio tiempo de lavarla. Honestamente su presencia me trauma cada vez más.
La última vez que discutimos fue tan impresionante. Me zarandeó y me tiró hacia la pared, me empezó a golpear con sus manos tan pequeñas, dedos cortos y gruesos que no alcanzaban a desechar su ira sobre mí. “Sos una mierda, hijuelagranputa que para nada servís”, me lo cantaba una y otra vez sin importarle que los trabajadores estaban en su apogeo matutino, su mamá refugiada en la casa producto de los disturbios en el país y sus hijos acabados de levantar.
Yo no supe con qué valor le empecé a pegar en su rostro. Sentía que quien me quedaba viendo era un lobo feroz, que me abría sus pupilas y se quedaban fijas en mí. Le decía que dejara, que lo iba a echar preso y me gritaba “hacelo, me vale ver-ga”, así, como intentando dar eco a cada sílaba que repetía una y otra vez. Le dejé un gran moretón al lado derecho y al lado izquierdo un aruño de una gata que supo lo que en realidad era la furia.
¡Va! Solo había sido un jinconcito y el niño ya corrió a ponerle quejas a su mamá, “esa hijuelagranputa me ve como mierda a mí, como que yo no mando en esta casa”, “dejá a la mujer en paz” decía su mamá sosteniéndose de su bastón y de la enfermera que la atiende. Hizo oídos sordos a lo que le dijeron y regresó a buscarme donde yo estaba sentada y sin una gota de lágrimas, me botó de la silla y como en una insurrección apareció mi hijo de quince años con un cuchillo en la mano y con chorros de agua salina por sus ojos.
“Deje a mi mamá en paz. Ya es mucho la cosa con mi mamá”; fue la sentencia para que mi supuesto esposo se asustara de por vida, tomara las llaves del carro y se fuera para la hacienda derrotado por las personas que supuestamente le tenían miedo. Abracé a mi hijo, le dije que se fuera a sentar y que todo estaba bajo control. Sí, como no, y yo por dentro buscando soluciones que nunca acato para salir de la violencia porque las deudas me tienen atada.
Ese el primer día de mis victorias. Por cierto, mi supuesto esposo no duró mucho en la hacienda. Dos días y regresó sin el rasguño ni el moretón, me faltó darle con más fuerza o me faltó darle el susto con la policía como hace veinte años. Cuando empezamos el matrimonio tomaba demasiado, me tiraba botellas de vidrios, me guiñaba el pelo, me quitaba la ganancia del día y una vez, me arrancó los únicos cien córdobas que tenía y eran para la leche del niño. No aguante más y por 24 horas le di un escarmiento que duró diez años sin agredirme físicamente. Parece que otra vez quiere lo mismo, ¿será que podré ser capaz de denunciar?