I
“Muerte, muerte”, fue lo primero que gritó Mina cuando tenía frente a ella el cuerpo de Anastasio totalmente moreteado por las patadas y piedras que le habían tirado por más de cinco minutos sin parar. Ella sentía que podía ser la jueza del crimen, así que dictaminó la sentencia más cruel que pudo y como todos los aldeanos la tenían por temeraria, decidió precipitarse a tomar decisiones sin saber si le convenía o no. Pero así es la maldad. Fría.
II
Mina. Ese era su apodo. Ella conservaba las mejillas rosadas de su madre y el cuerpo color nieve. Las personas del pueblo cuando la vieron poco a poco crecer, se dieron cuenta que no solo eso había heredado, sino el carácter hostil y odioso que estallaba con tan solo con ver a un perro buscando comida entre las sobras de los ricos. Cuando llegó su adolescencia, aprendió junto a su pacotilla de amigas a burlarse de los varones que le daban una flor de avispa y no una rosa, para enamorarla. Entre las mejores fiestas de galas, clases de inglés, lectura clásica y aprendiz de los quehaceres del hogar, fue moldeando su postura como mujer en la sociedad, a la edad de los 18 años.
Aunque su mamá, aún no estaba decidida a buscarle marido, sí quería que ella fuera una liberal sufragista, que pudiera votar en las elecciones como se merece toda persona que viene al mundo y, anhelaba que la inteligencia y valores morales que le había inculcado, la llevaran a conquistar los espacios públicos.
Minerva era todo eso por deber y no por querer. Y aunque se esforzaba por hacer sus actividades lo mejor posible, tenía un rincón de auspicio. A las diez de la noche se salía de su cuarto, cubierta con su enagua y descalza para no hacer ruido, bajaba con cautela las escaleras que dirigían al desván y encendía la candela que siempre dejaba en una mesa, al lado izquierdo de la puerta. Ponía un saco en el suelo y se sentaba enrollada, no sin antes sacar el cigarrillo que llevaba prensado en su calzón para encenderlo y fumárselo. La libertad de conciencia que su madre le había otorgado, le permitía de vez en cuando, darse esos gustos con placer y antojo; pues al final y al cabo, para eso la había criado su mamá, para decidir lo que ella quería ser en la vida.
Su mamá nunca le había preguntado por las vueltas de la noche con sus amigas, ni tampoco si fumaba, aunque ella supiera que así era; lo supo porque una vez Minerva, admitió no tener hambre a la hora de la cena y dijo que se acostaría de inmediato. Preocupada la mamá por su estado, se fue en la búsqueda de su hija. Al no encontrarla en el cuarto, salió de la casa misteriosamente en dirección hacia el potrero, quizá estaba junto a Sus, la yegua que montaba los fines de semana en las cabalgatas de verano. Al ver solo pelaje blanco y olor a estiércol, regresó a casa para informar a las empleadas que le ayudaran a encontrarla, pero en el trayecto, vio por la ventanilla del desván una chispa encendida. Abrió la puerta sin hacer ruido, pensando que era una de las mujeres de la cocina hurtando la reserva alimentaria, pero no. Era Mina que con gran afán sacaba el humo de su cigarrillo por la nariz.
III
Aunque vivían en un lugar remoto, fuera de la capital, era fácil encontrarse con los vestigios de la guerra del momento. En un intento de los liberales por impulsar nuevas reformas al país, los conservadores seguían incólume en el poder y buscando nuevas soluciones a problemas económicos; en las zonas cafetaleras, era fácil observar militares y terratenientes siendo centinelas de los territorios pertenecientes al partido y, eso incluía la vigilancia a la casa de los Conrado, para salvaguardar sus vidas de los liberales, quienes influenciados con ideales de Francia y la España republicana, venían a traer reformas contrarias a lo que se había postulado desde la lucha por la independencia.
Minerva, cansada de no poder salir de casa, enredada entre los libros de lectura que no hacían más que perderla entre lo que le decía su mamá y sus pensamientos buscaba, cómo luego del almuerzo, poder ir a la cuenca del río, quitarse los zapatos, calcetines y remojar sus pies hasta los tobillos. No podía hacer más porque siempre la mandaban vigilada con uno de los cuidadores de la hacienda, Manuel, quien no se acercaba mucho por pena, más bien se subía a los árboles de jocote para estar observando si no se algún liberal con pistola, en busca de niñas a quien violar. Esa era la noticia del momento en el pueblito.
Manuel se había dado cuenta, porque los indígenas chorotegas eso andaban afirmando desde hace quince días atrás y, en la última visita que hizo su familia a la región, el jefe de la tribu le había confirmado el chisme, comentando que dos jovencitas chorotegas se habían desaparecido y habían sido encontradas bañadas en sangre y con dolor en el abdomen. Manuel, por eso, sentía más seguridad encima de los árboles para que la hija de su patrona no pasara por esas maldades de la vida.
Aunque Manuel no supo reconocer ese día el bulto que venía caminando de largo hacia el rio, sintió temor y bajó corriendo. Agarró una piedra del suelo y estaba listo a lanzarla, sin embargo sus maniobras habían sido muy tardías. Cuando quiso ponerse de pie, ya lo estaban apuntando en la cabeza. “Calladito, cabrón zarrapastroso, vos no me has visto, ni sabés quién soy”, “entendido, profesor” dijo Manuel subiéndose rápido al árbol y dándole la espalda.
En realidad, él era un docente en la vida académica y en la vida guerrillera. Conoció a Minerva desde que era cipota y siempre se habían comunicado por cartas que le dejaba metida entre sus libros cuando le tocaba impartirle las asignaturas básicas. Su mamá nunca sospechó nada, ni se dio cuenta de que a los 12 años su hija había sido violada por Anastasio, que la llevó a darle clases al campo con la intención de enseñarle el mundo salutífero de las plantas, especialmente las que comía su yegua Sus. Pero no fue así. La tiró al matorral y le dijo “te quiero hacer mi mujer por siempre” y desde entonces, con un poco de odio y rencor, Mina lo comenzó a querer y a no tener ojos para otro hombre.
Era la primera vez que se veían en el rio. Minerva presentía que era algo importante, para que se dejara ver de día junto a ella. Él no se sentó junto a su lado y ni la vio a los ojos, solo le comunicó que mañana asaltaban la hacienda de su familia y quemaban los cafetales, que lo mejor era que huyera a un lugar junto a Sus. “¿Y por qué no me llevás con vos?”, “porque no hay lugar para mujeres en la guerra”, contestó.
Estaba convencida que a partir de ese día no lo volvería a ver. Pero no fue así. Esa misma noche, Anastasio apareció en la hacienda con el pretexto de dejarle los libros de estudio de la semana a Mina porque él se iba de vacaciones a la capital. Mina, salió a la sala y recibió los libros, sin rozar sus manos, pidió permiso para retirarse y se encerró en su cuarto. Abrió la carta que decía: Hoy no hay muerte a los Conrado. Se cambió el operativo.
V
Un gallo empieza a cantar. Faltan dos horas para que amanezca y ya la luna comenzó a ocultarse. En la entrada de la casa de los Contreras están puestos tres tanques de hojalata, hace diez minutos los acaban de trasladar en una carreta, pasando por encima de los conservadores que están tirados en el suelo con las pupilas dilatadas. Están muertos. Ni un solo ruido dio aviso de sus muertes, porque fue tan rápido; se vendieron por un pedazo de pan que contenía polvo arsénico, que un hombre vestido de verde les había venido a dejar como su cena durante la guardia nocturna.
Todos los encargados del operativo, esparcieron todo el contenido de los baldes alrededor de toda la casa. Diez de ellos, ya que eran como treinta, se estaban encargando de los cafetales, las chozas de los trabajadores y el área del ganado. Al regar toda la gasolina por todos los lados, los conservadores se fueron en la carreta rumbo al rio aduciendo que quemarían también la carreta y se destazarían las vacas para no morir de hambre. Un candil fue encendido con un chispero que tenía la bandera de Cuba, lo tiraron hacia la puerta de la casa y empezó el incendio. Fue cuestión de segundos para que se propagara rápido y que las personas dentro de la casa mayor sintieran calor. Una pasada de cuentas se iniciaba en ese momento, cuando Anastasio se acordaba de todo lo vivido en su niñez por las fechorías cometidos por Bruno Contreras, asesino de su papá.
Fue una época de revolución liberal para conseguir la independencia del país. Con sus libros de reformas a ejecutar, trabajo para todos y con salario económico, no más opresión a los pobres, y todo un sistema nuevo para votar y decidir por un nuevo presidente pusieron a los Conservadores en una situación de vulnerabilidad política. Cuando Bruno Contreras, Conservador nato y vice-presidente del municipio se había dado cuenta quién era el levanta masas del pueblo, lo citó formalmente para hablar de los nuevos métodos políticos que intentaba promover en los pueblerinos. Buenafuentes, convencido que sería una reunión para discutir temas filosóficos se fue acompañado de Anastasio quien observó crudamente como a su papá lo torturaban. Bruno Contreras, lo sujetó a una silla con cable de sortear y le disparó en un pie.
Como si fuera ayer y mientras ardía la cocina de los Contreras, Anastasio recordó las palabras del enemigo de su padre, “si te calmas con tus ideales, hijo de puta, te ofrezco vida eterna”, pero Buenafuentes decidió callarse y aunque el dolor le quisiera hacer gritar no dijo ni una sola palabra. Solo miraba a su hijo que estaba perplejo, ¿qué hacés aquí niño pendejo? Es hora de que te vayás, le gritó Contreras, quien lo sacó de una patada y cayó tendido en un lodazal escuchando que el viejo a quien más odiaría en el mundo, sacaba a todos los otros hombres y se quedaba solo con su padre. De tanto llorar, se despertó en la mañana, la puerta que estaba cerrada ya estaba abierta, en el suelo solo estaban las huellas de los caballos que habían estado por la noche. Entró a la choza buscando a su padre y no encontró más que charcos de sangre debajo del asiento donde lo había visto por última vez. Desde entonces, nunca supo dónde lo habían ido a tirar como perro.
Aunque guardaba la satisfacción de saber que los mismos Conservadores habían matado a Bruno Conrado, se sentía inútil por no haber sido él quien lo hiciera. Y cuando el fuego se expandió por el segundo piso, se acordó que Mina estaba en ese lugar, a lo mejor asfixiándose y buscando cómo escapar, que era el momento de hacerse el príncipe yéndola a rescatar pero no, las cosas no son así, él solo quería buscar la manera de vengar todo lo que Bruno Conrado había construido con los restos de terrenos que pertenecían a la familia Buenafuentes.
VI
Uno de los pasadizos secretos que conocía Mina, era el que daba hacia Sus. Debajo en el sótano, había una puerta que llegaba hasta la caballeriza y, a esa hora de la quemazón Minerva estaba en su habitual ejercicio, fumando. No le dio tiempo ni de ensillar a la yegua, ni de ponerse unas botas para montar; era tanto el susto, que se montó y salió a galope hacia la cuenca del rio, pensando que encontraría a los liberales. Cuando había llegado ya era demasiado tarde, solo habían retazos de madera con que habían construido la carreta.
Convencida de que todo era un juego sucio y que el hombre que la había tocado por mucho tiempo llegaría a rescatarla, se quedó por dos horas más hasta que los PC, con su uniforme verde y su escarapela de la antorcha de la libertad, pasaron por el lugar.
—Es la hija del Conservador, ¿qué hacés aquí? ¿Por qué no fuiste a buscarnos?
—Les importa un zacatal de estiércol lo que hago con mi vida. Si yo puedo sola.
Fueron las únicas palabras que respondió. Regresó a su casa, en medio de tanto carbón y descubrió que Manuel aún estaba con vida, que esa noche se había ido a visitar junto con su familia a los indígenas de Masaya. Sin tener una idea clara de cómo iba a reconstruir poco a poco la hacienda, le pidió a la familia Pacuiza la reconstrucción de una casa cómoda, con madera de caoba y cedro real, traídas desde la Reserva Indio Maíz. Y como la familia albergaba a más de veinte personas, mezclados con indígenas de allá y de acá, hicieron la obra en menos de dos meses. Se pusieron a sembrar frutos y maíz para comer, mientras Minerva se pasaba horas fumando por las noches, frente a ellos y sin ninguna pena y, trabajando en el día como docente en el pueblo.
En una de esas andaderas a caballo, rumbo a las casas particulares a impartir sus lecciones de matemáticas y español surgió un tumulto frente a la Iglesia Católica, en el cuartel Segundo de los Conservadores. Un hombre es tirado al suelo como cuando un cerdo se prepara para el matadero, atado de pies y manos, haciendo plegarias para que no le venga la muerte.
Desatendiendo sus asuntos, Mina se baja de Sus y no la amarra porque sabe que le es fiel a su ama. Camina hacia el caos y le pregunta a Antonia, amiga de su juventud, “¿qué está pasando, vieja? ¿Por qué tanto escándalo?”, “encontraron al cabecilla de los liberales”. Al escuchar esas palabras supo por fin de qué se trataba. Así que estuvo al mando de la comitiva, gritando “muerte, muerte”, por primera vez. El pueblo sabía lo que había hecho el liberal y siguieron la consigna de Mina, “muerte, muerte”, “por honra a su madre, muerte”.
Minerva no tuvo el valor de verlo a los ojos, pero sabía que era Anastasio el que estaba allí tirado, ese, el que la quería matar junto a su familia en esa noche de mentiras y por eso, ella no lo perdonaría nunca jamás, “que se pudra en el infierno”. Así de claro pensaba ella y lo decía a todo pulmón.
No se quiso ni despedirse de él ni con un guiño de ojo, solo vociferó para que la gente levantara masas y los Conservadores dispararan de una vez por todas y así fue. Dos detonaciones en el cerebro hicieron que Anastasio Miguel Buenafuentes Cancerbero se fuera al otro mundo. La gente gritaba despavorida, otras se reían de la masacre y lo único que dijo Mina fue “liberal de mierda”. El hombre que estaba junto a ella ni le entendió y las demás personas no le escucharon por el alboroto. Lo que quedaba de la niña Mina le dio pesar en su interior, pero la Mina adulta pensaba en tomar las riendas de Sus para ir a dar clases como siempre pero también, estaba decidida a ser la primera mujer que guiara a los liberales, porque se identificaba más en ese partido que con los conservadores.