Un restaurante-bar esperaba con el desayuno servido a las personas que se hospedaban en el hotel. Una mujer de baja estatura camina lentamente curioseando la calma y la colección de cosas raras que hay de exhibición, pide su plato típico y un café. Ya estaba él ahí, observando la calle, fotografiando con su celular los altos edificios y el plomo del cielo que quería llorar. Él estaba como si tal no era de ese lugar, parecía un extranjero al igual que ella.
Ella decidió conversar; se atrevió hablar cuando en otras ocasiones, mejor dicho en todas las ocasiones de su vida se limitaba a sentarse sola, comer sola, mirar sola, todo sola, pero siempre con su torpeza, no fue capaz de mantener un orden con su cuerpo y su mente, se quería sentar en una silla alta más grande que ella para tomarse el café junto a su nueva compañía. Las dos tazas con su platito pequeño estaban listas para ser bebidas sin embargo la mesa cojeaba y, al apoyarse como lo hacía eventualmente en su casa para subir un pie en la silla, el café de él se movió como olas que llenaban de vergüenza a ella.
Es cierto, la mañana estaba fresca, aún dormida y con resaca del trabajo nocturno pero botar el café a una persona que no conocés, que no sabés si le gusta el café, que no sabés cómo reaccionará y, que por decisión propia lo había invitado a su espacio de reconocimiento propio, era inconcebible para ella. Tomó unas servilletas y empezó a dejar que succionaran la sustancia, pidió otro café para el desconocido. ¿Y él? Actuaba como si nada había pasado, seguía la plática de los lugares más turísticos para poder visitar en San Salvador, pero claro, sintió la pena ajena y pidió pasarse a otra mesa.
Ahora había dos café y medio en la mesa. El desayuno típico nada exquisito, lo convencional de la casa, huevos revueltos, crema o natilla, frijoles molidos con granos de arroz en la consistencia, algo no muy agradable para la mayoría de los nicaragüenses pero que él disfrutaba con naturalidad y eso no le permitía a ella opinar de lo mal que sabía el gusto en su paladar. Al terminar el desayuno y luego de diez minutos de plática más, «¿te tomarás ese café?» Le dijo él, «no, yo ya no» respondió ella entre risas. Hacerse el desentendido de no saber que ella había pedido un café más para él le parecía más vergonzoso a ella porque la otra taza todavía en su escudilla tenía charcos de su acto inaugural en su primera conversación amistosa que su psicóloga le había dejado como tarea para no perderse en su soledad.
Terminaron su desayuno y se despidieron porque cada quien ya no contaba con tiempo para más conversaciones de Nicaragua y El Salvador. Caminaban lento por el pasillo que pasaba primero por la recepción y luego al cuarto donde estaba ella, eran minutos que no arrancaban y que volvían al mismo tiempo del «faltan nueve para las diez y media» de la mañana. «Si tuviera más tiempo te hubiese llevado a conocer algo de por aquí», si tuviera más tiempo posiblemente cometería más errores en mi intento de ser social pensaba ella, así que lo único que le podía decir, aunque no fuera quizá la respuesta que él quería “espero que te guste el café, no era mi intención echártelo encima”.