Mi abuelo tenía 76 años cuando murió de cáncer. Vi como poco a poco le faltaba el aire al estar postrado en el catre (porque nunca le gustó lo esponjoso del colchón sobre su cuerpo). Ese día usaba tres almohadas sobre su cabeza para no ahogarse con su saliva. Me apretó la mano, fijó su mirada, suspiró fuerte y se fue en la temporada de invierno. En mayo. A 22 días de mi cumpleaños. Su cara alargada, sus dientes perfectos, su semblante alegre y la altura de su cuerpo… No lo he de olvidar.
Tampoco olvido cuando llegaba al galope, en su caballo, y yo lo esperaba en la acera de su casa, con mi uniforme de colegio, azul y blanco, para que me ayudara con la caligrafía. Pero antes de eso me decía “¿Querés montar?”, mientras él se bajaba de Filipito, yo corría al cuarto, me quitaba la falda, me ponía un pantalón corto y, aún con las medias y la camisa blanca puestas me subía al lomo de Filipito, tomaba las riendas, le daba un toque superfluo con mi pie izquierdo y el caballo salía al trote. Yo le daba dos vueltas a la cuadra sin alcanzar los estribos, así que me sostenía presionando mis muslos contra la albarda. Regresaba contenta y comía en la mesa junto con él… las cuajadas recién echas de mi abuela y el arroz de Coco, la esposa de mi tío Antonio.
Esperábamos que la comida nos bajara. Al menos una hora. Entonces mi abuelo Crescencio se iba a su cuarto y sacaba la guitarra. Él tocaba y yo cantaba. Todas eran canciones rancheras y la que más recuerdo es “Ay amigo” de Vicente Fernández. Cuando era el momento de entonar el coro, ambos decíamos “ella dijo que dejó la foto para que mis ojos se mueran al verla. Y que un hombre rico le daba dinero y que sin embargo yo le di pobreza”. Le ponía tanto sentimiento que ahora puedo llegar a pensar que le recordaba a alguien. El día de su entierro, una señora —y quizá veinte años menor que él y que nadie conocía— se apareció llorando, diciendo que le tenía mucha estima ¡Imaginen la cara de mi abuela al verla! Se veía muy bien arreglada, maquillada y con un bolso de piel de culebra. Todos nos hicimos los desentendidos y dejamos que formara parte de la ocasión.
Cuando terminábamos de cantar, colocaba la guitarra en el suelo y yo sacaba mi caligrafía. ¡Qué letra de carta más bonita la que tenía mi abuelo! ¡Qué hermoso movimiento uniforme de su mano para trazar su firma elegante! Una página hacía él y yo tenía que hacer seis porque si mi papá revisaba, reconocía fácilmente la letra de mi abuelo. Mi papá era alguien estricto. Mi papito se apoyaba para escribir en el murito de concreto que adornaba el corredor de su casa, lo punteaba pausado para que yo me fijara dónde iniciaba y dónde terminaba cada letra. Leía en voz alta “mi mamá me mima”, “la flor de loto”, “sapo, mesa, silla”. Inventaba firmas para que yo escogiese una y cuando fuera grande la usara para mi cédula de identidad. Creo que inconscientemente uso una de esas porque mi tía dice que se parece a la firma de él. Recientemente, mi tía se dedicó a limpiar el cuarto de mi papito y encontró una foto donde sale él con sus hijos. Está empeñada en creer que es mi letra, yo sé que sí, pero quién me dio orden de escribir eso fue él. Se lee: “Para mis hijos y nietos: No soy una sombra. No los espantaré. Soy luz en movimiento”.
De pocas palabras era papito, pero sus acciones revolotean en mi memoria cuando alguien me lo recuerda. Y si me llegara hablar desde el más allá, le diría que no es necesario que haga semejante acto porque yo lo escucho diariamente… en cada foto donde está su firma, en el poema que le dediqué hace dos años, en la piel de mi abuela, en el olor de un caballo, en el estiércol, en la tierra y la ropa mojada. Lo siento muy cerca diciéndome “hola” y yo en mi imaginación, en realidad, estoy tan distante y lucho por atraparlo en recuerdos.
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